sábado, 27 de diciembre de 2008

La ley de la botella...

...quien la tira va a por ella.

Esta inapelable ley obligaba a recoger la pelota al último que la hubiera tocado cuando ésta salía del campo de juego. Ya podía haberte dado de rafilón o fuera producto de un impecable remate de gol. En el primer caso, la discusión entre quien había rematado y quien había golpeado accidentalmente la pelota, podía llegar a ser intensa. No obstante, teniendo en cuenta que el principal terreno de juego era la pista deportiva (por llamarla de algún modo) del Instituto y que si el balón salía por la parte que daba al campillo podía bajar rodando hasta el Río de la Vega (*) por una cuesta con un desnivel medio del 25% (así, a ojo, vaya), alguno o varios del resto de los jugadores se erigían en implacables jueces y zanjaban la polémica en un instante con la elocuente expresión "¡gelipollas, que se va la pelota por la cuesta!".

Justo por ahí, por donde está la placa de la calle, se escapaba la maldita pelota en dirección a la cuesta. Al fondo se ve el campillo y parte de lo que eran los terraplenes, en los que se hacían unos escurrizones de los que ya hablaré en otra ocasión.


En fin, que había que saltar enorme valla del Instituto y salir a tumba abierta por la cuesta de la Calle de la Libertad (**), siempre mal asfaltada y llena de gravilla, con gran riesgo de dejarse la piel en el intento, "esollándose vivo" o, lo que era mucho peor, de perder la pelota.

En el segundo caso, cuando la pelota salía producto de un remate "no intervenido", no había tiempo para regodearse si había acabado en gol o lamentarse por lo contrario. Se salía cagando leches igualmente, aunque el ánimo en la carrera variaba sustancialmente según el éxito del remate.

Ahora ya no hay pistas deportivas allí donde jugábamos al fútbol y a muchas otras cosas. En su lugar han construido un feísimo edificio de color naranja y ganas te dan de vengar la memoria del Instituto a pedradas contra los escasos cristales del museo, como Sabina hizo con la sucursal del Banco Hispano-Americano.



(*)La preposición de este topónimo no se pronuncia.
(**)Ahora sé que se llama así, antes se llamaba sólo "la cuesta".

sábado, 6 de diciembre de 2008

Patrañas populares.

Se te baja la sangre a la cabeza


Si por cualquier circunstancia te colgabas (o colgaban) boca abajo, alguno de los presentes gritaba:

-¡Cipote! Que se te baja la sangre a la cabeza.

Entonces había que detener la actividad inmediatamente o el interfecto podría sufrir daños irreversibles como quedarse subnormal o algo peor.

"El mundo al revés...

...el que lo dice, lo es."

Con este simple hechizo, un insulto rebotaba y le llegaba a quien lo había pronunciado, así de fácil. Ni brujerías, ni pochas.

Por supuesto, había muchas más frases mágicas:

Cartucho que no te escucho.


Este "mantra", pronunciado repetidamente, tenía el asombroso poder de volver sordo a quien lo pronunciaba. Así, si algún buen amigo te gritaba, pongamos por caso, ¡gelipollas!(*) o se preparaba para contarte algo que no querías oír, podías repetir esta frase varias veces y entonces, simplemente, dejabas de oírlo.

Si además de eso añadías "fideo, que no te veo", tu buen amigo se volvía invisible y ya no podía hacerte daño, ni por el oído, ni por la vista.

El tacto es otra cosa. Para eso no había encantamiento que valiese. Si tu amable interlocutor caía en la cuenta de que podía adornarte con una guasca(**), bien porque fuese más grande, bien porque más fuerte, bien porque tuviese hinchados los benditos, ya podías decir "idiota, que no me tocas", o "dónde vas, que no me das", que te quedabas con ella puesta.

¡Vete tú antes de que yo me pierda!


Respuesta a ¡vete a la mierda! para la que existía también contrarréplica, a saber, "a la mierda me mandaste, a la mierda me fui y la mierda me dijo que era pa' ti".
-¡Vete a la mierda!
-¡Vete tú, antes de que yo me pierda!
-A la mierda me mandaste, a la mierda me fui y la mierda me dijo que era para ti.

Como me tire un follo, te abollo.


Como me tire un peo, te aporreo.

Todas estas frases pasaban de surtir efecto un buen día y si algún despistado no se percataba de esta circunstancia, los eventuales espectadores podían observar como un zagal con los güevos negros quedaba en ridículo tratando de espantar insultos con rimas de Gloria Fuertes.

Se ha visto la mano de Dios


Con esta expresión quedaba zanjada cualquier polémica surgida en un juego en el que el único árbitro, a falta de acuerdo entre los contendientes, era la Providencia Divina. Si, pongamos por caso, en una carrera muy disputada había dudas sobre quién, de dos posibles ganadores, era el verdadero vencedor, la carrera se repetía. En tal caso, si la victoria era clara, el ganador decía "se ha visto la mano de Dios", y con eso el perdedor aceptaba que en la anterior contienda también había perdido, porque los designios del Altísimo así lo habían determinado. No había más que hablar.
También podía echarse a cara o cruz o pares o nones, la mano de Dios era muy larga en cuestiones azarosas.


(*) Insulto autóctono de significado parecido a gilipollas, aunque con ligeros matices que algún día habrá que desgranar por aquí.
(**) Bofetada o bofetón.